“A las puertas del bosque, el sorprendido hombre de mundo se ve obligado a dejar todas las estimaciones de la ciudad sobre grande y pequeño, sabio y necio. La mochila de la costumbre cae de su espalda al primer paso que da en estos recintos. Aquí hay una santidad que avergüenza a nuestras religiones y una realidad que desacredita a nuestros héroes. Aquí descubrimos que la naturaleza es la circunstancia que empequeñece toda otra circunstancia y que juzga como un dios a todos los hombres que se acercan a ella. (…) Los troncos de pinos, abetos y robles casi brillan como hierro en el ojo excitado. Los árboles incomunicables comienzan a persuadirnos de vivir con ellos y abandonar nuestra vida de solemnes fruslerías. (…) Con cuánta facilidad podemos avanzar por el paisaje abierto, absorbidos por nuevos cuadros y por pensamientos que se suceden rápidamente, hasta que poco a poco el recuerdo del hogar queda desalojado y toda memoria obliterada por la tiranía del presente, y la naturaleza nos conduce en triunfo.
Estos encantamientos son medicinales, nos desembriagan y nos curan. Son placeres sencillos, amables y nativos. Volvemos a nosotros mismos y nos hacemos amigos de la materia que la ambiciosa cháchara de las escuelas nos induce a despreciar. No podemos separarnos de ella; la mente ama su viejo hogar. Lo que el agua es para la sed, es la roca, el terreno, para nuestros ojos, manos y pies. Es agua firme, es llama fría, ¡qué salud, qué afinidad! Siempre un viejo amigo, siempre como un viejo amigo y hermano que, mientras hablamos de manera afectada con extraños, entra con cara honesta y se toma una libertad con nosotros y nos avergüenza por nuestra tontería. Las ciudades no dejan bastante espacio a los sentidos humanos. Salimos de día y de noche para alimentar los ojos en el horizonte y requerimos amplitud, tal como necesitamos agua para nuestro baño.
Parece que el día en que hemos prestado atención a algún objeto natural no ha sido del todo profano. La caída de copos de nieve en el aire en calma, en que cada cristal conserva su forma perfecta, el soplo de la cellisca sobre una amplia sábana de agua, y sobre las llanuras, el centeno ondulante, la ondulación mímica de acres de houstonias, cuyos innumerables flósculos se vuelven ante nosotros blancos y rizados, los reflejos de árboles y flores en lagos cristalinos, el musical, vaporoso y aromático viento del sur que convierte todos los árboles en arpas, el crepitar y chisporrotear del abeto en las llamas, o de las ramas de pino, que transmite gloria a las paredes y rostros del salón, son la música y los cuadros de la religión más antigua. (…)
No podemos intercambiar palabras con la naturaleza o tratar con ella como tratamos con las personas. Si medimos contra las suyas nuestras fuerzas individuales, notamos fácilmente que un destino insuperable juega con nosotros; pero si en lugar de identificarnos con el trabajo sentimos que el alma del trabajador corre por nosotros, encontraremos que la paz de la mañana mora primero en nuestros corazones y que los insondables poderes de la gravedad y la química y, por encima, de la vida, preexisten en nuestro interior en su forma suprema.”
Ralph Waldo Emerson. Ensayos.